Era
una inmensa lluvia la que tenía dentro del pecho esa mañana.
Una
lluvia de colores áridos pero de voz cálida, y él estaba cansado de
dejar que su interior se agite sin poner si quiera un paraguas para
que no le duela tanto.
Preparó un café con mucha azúcar, se puso
un impermeable rojo y corrió a la plaza más cercana. Mientras
llegaba, los zapatos se le llenaban de agua, y pensaba en todas las
veces que había huido de la misma manera, en todas las veces que
había estado así de triste y su único consuelo había sido esperar
que deje de llover. Él no sabía nada de sí mismo. Apenas le
importaba estar bien. Prefería dejar que todas las emociones entren
en él y lo transformen en tormentas tropicales.
Perdido en todas
estas ideas, tropezó y cayó, llenándose de barro. Pensó que quizá un ser nacido de los charcos debía ser algo parecido a sí
mismo en ese momento. Que debían
haber muchos, perdidos y solos. Que quizá solamente debía
encontrarlos, y por eso siempre huía, él pensaba que huía, sí,
pero en realidad estaba llegando a ellos, y que cada vez estaban más
cerca, lo sentía. Ya sentía que lo abrazaban y podría decirles que
valió la pena nacer en este mundo, a pesar del frío.